jueves, mayo 27, 2010

Julio Anguita

Obtenido del blog La escarpada subida

¿Egoistas o altruistas?

Zappeando en la televisión me encontré el otro día con una de esas pequeñas perlas de información que de vez en cuando recibimos casi al azar pero que se te queda grabada. Se trataba de una entrevista en el programa Redes a un especialista en el análisis del comportamiento humano.

El entrevistado comparaba comportamientos en chimpancés y en humanos calificando a los primeros como animales sociales, y a nosotros mismos como super-sociales. Mencionaba un par de ejemplos ilustrativos al respecto de nuestro caso. El primero era el simple hecho de saludar a un desconocido con el que uno se cruza en un ascensor y al que probablemente no vaya a ver nunca más. Que tales comportamientos se den por supuesto cuando carecen de utilidad es un claro indicativo de nuestra condición social.

Lo que realmente me llamó la atención era el segundo ejemplo al respecto de nuestra innata tendencia altruista con nuestros semejantes. Para demostrarlo mostraban un experimento sencillo hecho con niños de poco más de un año. Una persona se ponía al lado del niño intentando con gestos exagerados alcanzar un objeto, pero sin conseguirlo. La respuesta del bebé, sin que en ningún caso conociera al adulto y sin que mediara ningún gesto ni petición, era la de coger el objeto y dárselo. Un gesto sencillo de ayuda sin esperar beneficio a cambio por parte de un niño que aún no ha sido socializado, algo que nos puede parecer natural pero que el entrevistado explicaba como excepcional comparado con el comportamiento de otras especies.

El asunto me parece relevante porque, como ya mencioné en el pasado en este blog, es la concepción del hombre como naturalmente egoísta o altruista una de las bases principales que cimientan el pensamiento político. El izquierdista clásico pretende una sociedad basada en la cooperación y el beneficio mutuo, mientras que el derechista defiende un sistema en el que la competencia en busca del beneficio propio haga avanzar a la sociedad.

Resulta evidente tanto para unos como para otros, que la concepción del mundo de la izquierda es más deseable, el desacuerdo consiste realmente en si esa sociedad es posible de acuerdo a la condición humana. El derechista considera tal cosa un imposible basándose en un supuesto egoísmo natural en la gente que hace que solo se esfuerce en su propio beneficio. El izquierdista sería un optimista utópico con ideas propias de la ingenuidad juvenil que la persona de derechas ya habría superado.

El gesto del niño agachándose para acercar el objeto caído al adulto resulta enormemente simbólico y nos abre la puerta a un mundo diferente al que se nos suele presentar. Un mundo de empatía, de donantes de sangre y órganos, de voluntariado social, de hospitalidad, de esfuerzo compartido ante una catástrofe, de llanto por el dolor ajeno, de trabajo en equipo. Son esos comportamientos lo que nos hacen reconocernos como humanos al contrario de lo que se nos quiere hacer creer por parte de aquellos cuyo egoísmo y avaricia les lleva a la acaparación sin límites. Lazos de solidaridad que solo mediante la propagación del miedo y la inseguridad, mediante la ruptura de un sentimiento natural de hermandad entre semejantes y la conversión de las demás personas en entes ajenos, lejanos y abstractos, carentes de humanidad real, pueden ser destruidos.

Cierro citando a Keynes en su artículo “Las posibilidades económicas de nuestros nietos”.

Cuando la acumulación de riqueza ya no sea de gran importancia social, habrá grandes cambios en los códigos morales. Podremos librarnos de los principios seudomorales que han pesado durante doscientos años sobre nosotros, siguiendo los cuales hemos exaltado algunas de las cualidades humanas más desagradables, colocándolas en la posición de las virtudes más altas. Podremos permitirnos el atrevimiento de dar a los motivos monetarios su verdadero valor. El amor al dinero como posesión será reconocido por lo que es, una morbosidad repugnante, una de esas propensiones semidelictivas, semipatológicas, que se ponen, encogiendo los hombros, en manos de los especialistas en enfermedades mentales. Nos liberaremos y descartaremos de todo tipo de costumbres sociales y prácticas económicas, que afectan la distribución de la riqueza y las recompensas y castigos económicos, que ahora mantenemos a toda costa, a pesar que sean desagradables e injustas, porque son tremendamente útiles en promover la acumulación de capital.

martes, mayo 04, 2010

Hacienda y yo.

Esta semana tocaba presentar la declaración del IRPF. Cuando reviso mis datos que (justo es admitirlo) tan eficientemente nos manda AEAT, me doy cuenta de que pago una cantidad muy importante al final del año. No soy yo de los que se quejan por el sueldo que les paga su empresa, la mía no paga mal, y a mí en concreto me parece que me paga bastante bien.

¿Y porqué me cuento esto a mi mismo (y a quien pase por aquí)? Pues porque el sentimiento asociado a hacerme consciente de la importante cantidad que aporto al erario público no es el de sentirme expoliado, lo que contrasta con las habituales quejas de todos los contribuyentes con los que me cruzo. Una vez más queda claro que mi forma de pensar se encuentra bastante desacoplada con las de la mayoría.

Analizo los datos y todo lo que nuestro famélico Estado me provee a cambio de lo que aporto: sanidad, educación, obras públicas, seguridad… Pagando seguramente por encima de la media, no tengo la percepción de dar más de lo que recibo (algo que por otra parte me produciría una mayor satisfacción). Lo que realmente me haría sentir bien es pensar que con mi aportación estoy contribuyendo al beneficio común por encima de lo que me lucro de él, pero no me salen las cuentas.

Cuanto más reflexiono más me cuesta entender porqué lo que resulta evidente para mí es tan difícil de comprender por mis conciudadanos.